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Volveré a la casa de mi Padre

“Volveré a la casa de mi padre”

La casa, …ese lugar seguro, donde el padre acoge a sus hijos como la gallina a sus polluelos, …ese lugar de oración, donde la intimidad del hogar está envuelta por la presencia amorosa de Dios, …ese refugio donde nada exterior ni extraño puede entrar, …ese templo del alma, …ese castillo de cristal, …ese remanso de paz donde Dios conversa con el hombre.



“Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti,”

Sólo un corazón responsable, conocedor de sí mismo, puede hablar así, sólo quien ha dejado que la luz de Dios penetre hasta lo más profundo del alma puede reconocer su pecado. El tiempo mismo en que está dicho indica ya la conversión de vida: “he pecado” forma parte ya del pasado, así habla un hijo que reconoce el daño que hizo.
Sólo duelen de verdad las palabras hirientes cuando queremos a las personas que nos las dicen, por tanto, un hijo conocedor del cariño que le tiene su padre, es conocedor también del grave daño que hizo al corazón de ese padre, se trata de una ofensa tan grave que llega a ser pecado.
Quien desprecia al padre, desprecia al mismo Dios; quien deshonra al padre, deshonra al mismo Dios y quien abandona a su padre, abandona al mismo Dios, por eso dice “he pecado contra el Cielo y contra ti”.


“Ya no merezco llamarme hijo tuyo”

Sólo un corazón humillado puede hacer una afirmación como esta, con la soberbia de la juventud dijo en otro tiempo a su padre “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. Es decir, dame lo mío; ya que por ser hijo, tenía su parte legítima en la herencia de su padre; ese corazón joven despreció a su padre por unos bienes materiales, prefirió tener cosas a tener padre. Y se fue de su casa. La soberbia hubo que repararla con humildad. Hubo de cambiar el “Padre, dame” por el “Padre, ya no merezco”. La soberbia reclama para sí, la humildad no sólo no pide sino que sabe que no merece nada. El hijo soberbio reclamó lo que le era legítimo; el hijo humillado ya no quiere ni lo que todavía le es legítimo. La gran ofensa es reparada con una gran humillación. Quien reclamó bienes materiales ya no quiere ni recibir los bienes espirituales.


“Trátame como a uno de tus jornaleros”.

Despréciame, padre, porque no merezco nada, trátame como a un extraño, como a uno de tantos que tienes a tu servicio. El jornalero no recibe nada del patrón más que bienes materiales, es un trato frío; la mirada del patrón no se fija en el jornalero, sino en el hijo.
El joven humillado ahora sí que pide algo, pide a su padre que lo rechace como hijo, de la misma manera que el hijo en otro tiempo lo rechazó a él, le pide que lo desprecie, que lo abandone, le da la oportunidad a su padre de darle el castigo merecido pagándole con la misma moneda, rechazo por rechazo, abandono por abandono, desprecio por desprecio.


“El padre, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.”

Ese padre ya no mira al pasado sino que pone su mirada en el hijo; ya no se para en palabras sino que comienza a obrar:


CORRE, LO ABRAZA Y LO BESA:
¡TAL ES LA MISERICORDIA DE NUESTRO PADRE!,

¡GLORIFICAD A DIOS EN VUESTROS CORAZONES!