Estas
virtudes consisten en regular los siete apetitos o vicios capitales (soberbia,
avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) conforme a la Ley de Dios y aún
mortificarlos para que renuncien a aquello mismo a que tienen derecho, si no
les está mandado.
Así
es la humildad, por ejemplo, contra la soberbia; que no sólo no quiere ser
preferida a otros sin derecho, si no que aún se resigna y hasta busca renunciar
al honor que le es debido, y así se puede decir de otras virtudes. Y lo mismo
podemos asegurar del amor propio que tiene una virtud, y es aquella que
recomendaba Jesucristo cuando decía: “El que quiera venir en pos de Mí, que
renuncie a sí mismo”; y en otra parte: “el que no aborrece su alma no es digno
de Mí”.
Quiere
decir que quien no renuncie a su amor propio, por lo menos lo necesario para
guardar la caridad de Dios y del prójimo no es buen cristiano; y aún si quiere
ser perfecto tendrá que renunciarse más de lo que sea obligatorio.
San
Agustín decía muy hermosamente que en el mundo había dos ciudades: la ciudad de
Dios y la ciudad del demonio. Y que estas dos ciudades han hecho dos amores: la
una el amor de Dios, la otra el amor propio; el amor de Dios que llega hasta el
odio de sí mismo, y el amor propio que llega hasta el odio de Dios. No hay ni
más profunda ni más verdadera explicación de este mundo.
HUMILDAD:
Es
una virtud por la cual queremos que se nos dé sólo aquel honor que se debe
darnos. El humilde sabe que todo cuanto tiene lo tiene recibido de Dios; sabe
que tiene menos de lo que le parece, de ordinario; y en fin, cuando reconozca
en sí méritos, gusta de ser tenido por menos de lo que vale, siempre que no
haya desorden u ofensa de Dios y daño de las almas. “Dios resiste a los
soberbios, pero a los humildes da gracia; el que se humilla será ensalzado”. El
deseo legítimo de gloria con moderación y el legítimo orgullo es muchas veces
muy conveniente, y no se distingue de la
dignidad, del decoro de la decencia.
GENEROSIDAD:
Se
manifiesta sobre todo en la limosna, la beneficencia, la bondad. “Dad y se os dará.
Se os dará en la misma medida. Se os dará el ciento por uno y la vida
eterna”. Ejemplo de pobreza es Nuestro
Señor Jesucristo, quien dijo: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es
el reino de los cielos”.
CASTIDAD:
Para guardar
la castidad: la modestia y pureza en los sentidos, en las conversaciones, en
las amistades y trato. El evitar las ocasiones y peligros de pensamientos,
lecturas, espectáculos, regalos de la sensualidad; la mortificación de los
sentidos; la piedad, la devoción a la Virgen.
PACIENCIA:
Mansedumbre
y paciencia nos hacen apacibles, amables a Dios y a los prójimos, señores de
nosotros mismos, y vencedores aun de los mismos enemigos; el mejor modo de
vencer a uno que nos quiera mal, es la mansedumbre o a lo menos la moderación
en responder a las iras. Cuando estés irritado, no hables hasta haber contado
diez, o, si estás muy irritado, hasta haber contado cien.
TEMPLANZA:
Moderación
en el uso de la comida y bebida, la cual es recomendada por la Iglesia, y es
origen de muchos bienes, aun del cuerpo. La abstinencia a sus tiempos, y sobre
todo cuando manda la Iglesia ayunar, es muy buena.
CARIDAD:
La caridad
nos une con nuestros prójimos y nos hace mirar el bien del otro como bien
nuestro, y alegrarnos de que otros sean felices y afortunados. También es muy
bueno contra este vicio el ser humildes y contentadizos, y no querer nosotros
tenerlo todo, sino que se repartan los dones de Dios.
DILIGENCIA:
El trabajo,
la aplicación, el tesón, la constancia, el empeño. El trabajo es fuente de
muchísimos bienes, y, en resumen, la mejor de las distracciones y recreaciones.
El tiempo es nuestro tesoro, y el trabajo lo aprovecha y convierte en riqueza.
Nuestros primeros padres fueron condenados al trabajo como pena, pero aún en el
paraíso había trabajo, sino que aquél era sin fatiga y muy dulce.
(Puntos
del Catecismo, del P. Vilariño)