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La Cuaresma


Estamos en un tiempo que la Iglesia nos regala y no podemos desperdiciar. Como Madre nos señala el camino correcto, nos enseña que para llegar a la Luz hay que pasar por la Cruz, para beber de la Fuente hay que pasar por el desierto: ayuno, limosna y oración es el camino que debemos andar para encontrar a Dios.

Estas tres cosas ayudan a la persona en sus tres planos de relación: Dios, el prójimo y el propio yo. El ayuno es necesario para el dominio de las pasiones, el dominio del propio yo. La limosna nos abre hacia el prójimo, nos hace ver sus necesidades y socorrerlas; la Iglesia recomienda dar en limosna lo que se ahorra con el ayuno. Podemos así renunciar al propio yo en beneficio del prójimo, practicar el olvido propio en atención al prójimo.

De estas tres, limosna, ayuno y oración, la que nos pone en contacto directo con Dios es la oración. Para que esta oración sea verdadera, tenemos que haber ayunado, esto es, renunciado al propio yo y tenemos que haber socorrido al prójimo, entonces la oración, el trato con Dios puede comenzar y es ya posible.

Hay un gesto de Jesús que la Iglesia nos presenta en la lectura del Evangelio del Domingo tercero de Cuaresma y que nos enseña gráficamente la importancia de la oración. Es un hecho único en los Evangelios: la expulsión de los mercaderes del Templo.
En este gesto de Jesús, el único en que manifiesta su ira santa con violencia, entendemos el grado de importancia que Dios da a la vida de oración. En la expulsión de los mercaderes, está expulsando del alma todo lo que la aparta de Dios, todo lo que hace del alma un lugar profano.
Es Jesús quien así nos lo enseña, el mismo que acarició a los niños, el que consoló a la viuda de Naín devolviéndole al hijo, el mismo que curó leprosos, ciegos, cojos, el que alimentó a más de cinco mil personas con unos pocos de panes. Es este mismo Jesús el que hace un látigo y expulsa del templo a los mercaderes.
Hace uso de toda su autoridad para enseñarnos lo que debe ser en cada uno de nosotros nuestro cuerpo y nuestra alma: templo vivo del Espíritu Santo, templo de Dios uno y trino. Nuestra alma debe ser casa de oración.

La oración es esa conversación sosegada con Dios. El Señor paseaba con el hombre por el jardín del Edén “a la hora en que sopla la brisa”, es decir, al atardecer, a la hora del sosiego, cuando las tareas están concluidas (la tarea del ayuno y la limosna), entonces es cuando la oración está bien hecha: se le adora y se le agradece su presencia, se conversa con Él contándole las dificultades, los logros y juntos hacen proyectos para el día siguiente, para la nueva tarea de renuncia al propio yo y la entrega generosa a los hermanos.

Que María, Madre nuestra, nos guíe en este camino cuaresmal.