Con estas palabras comienza el pueblo de Dios el tiempo de Cuaresma. Si bien el cristiano ha de vivir en la presencia de Dios durante todo el año, estas semanas se convierten en un tiempo de mayor recogimiento, donde todo bautizado ha de volver el rostro a las realidades eternas.
Con el ayuno se da primacía a lo trascendente, el católico ayuna para asociarse a Jesucristo cuando se retiró durante cuarenta días al desierto; ayuna para fortalecer el espíritu frente al cuerpo; ayuna para recordar que todo le viene de Dios, empezando por su propio ser, y algún día volverá a Él; ayuna como penitencia por los propios pecados.
Mucho se nos ha dado por parte de Dios, y mucho se nos va a pedir cuando volvamos a Él. Somos un pueblo elegido, una raza escogida, conocemos al único Dios verdadero; reconocimos a Jesucristo, su Hijo unigénito, el enviado del Padre; somos alimentados cada día por la Iglesia , esposa de Cristo; recibimos todas las gracias por manos de la mejor de las madres: la Santísima Virgen , administradora de la gracia.
¿Qué haremos para corresponder a tanto como se nos da?
AYUNO: como nos indica nuestro Hermano Jesucristo “cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre”.
LIMOSNA: en la manera en que Jesús nos enseña “cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará”
ORACIÓN: tenemos que buscar momentos de soledad, sin desatender las obligaciones familiares, dice Jesús: “cuando vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido”.
Esto es lo que hemos de hacer: amar en verdad e intensamente a Dios, nuestro Padre.
Así, con esta sencillez, es como hay que vivir la Cuaresma. Quien pone por encima de las realidades terrenas a su Padre Dios y los asuntos de su Padre Dios, está amando en verdad, está siendo consciente de que el mundo interior de la persona tiene mucho más valor que todo lo exterior, que las obras más grandes son las que menos se ven. El mundo en el que se mueve nuestro Padre Dios es como un mundo bajo el mar donde Él se sumerge a gusto y goza con las obras buenas de sus buenos hijos, mientras que las personas que nos rodean sólo verán la superficie del agua. Quien vive así, con la mirada puesta en su Padre Dios, está teniendo plena conciencia de que no es más que un puñado de polvo y al polvo volverá.
Este tiempo, el tiempo de la vida terrena, se nos da sólo para alcanzar a Dios o perderlo, para amarlo o rechazarlo. No hay camino de en medio. No lo hay.
La existencia más real es aquella que no ven nuestros ojos de carne y sino nuestros ojos del alma. ¡Qué difícil es hacer entender esto a la sociedad actual!. Si en el nivel social vale más aquello que ofrece más garantías de calidad y duración, pasémoslo al nivel de la gracia: será un necio el que cambie un plato de comida por una eternidad de manjares magníficos, o quien cambie un poco de dinero por las infinitas riquezas del Paraíso, o quien prefiera conversar con su propia imagen en un espejo antes que tratar con el mejor de los amigos.