Igual que Jesús lloró, también María ciertamente
lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide
medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente
sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas.
Se puede decir, como
de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la
perfección, para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo
le encomienda poco antes de expirar: convertirse en la Madre de Cristo en sus
miembros.
En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba,
Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: "Ahí
tienes a tu hijo"