“La Virgen María fue elevada por el Señor como Reina
del Universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de Señores” (LG,
59). María es Reina porque Jesús es Rey. Y existe una analogía entre María y
Cristo que enseña el venerable Pío XII en su encíclica “Ad coeli Reginam” y que
nos ayuda a comprender el significado de su realeza: Igual que Cristo es rey
porque es Hijo de Dios y porque es Redentor, de la misma manera, María es reina
por ser Madre de Dios y por ser Corredentora.
Los
fundamentos de su realeza son entonces su maternidad Divina y su cooperación en
la obra de la redención. Asociada a su Hijo en la gloria del cielo, ejerce su
poder de manera efectiva, y participa en la difusión de la gracia divina en el
mundo, de una manera única y poderosísima. María, dice Juan Pablo II, es la
reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue otorgada
por su Hijo mismo.
Siendo
así nuestra Reina, no deja de ser Madre verdadera nuestra. Su Realeza es
ejercida como Madre, por tanto su poder de intercesión respecto de nosotros, es
absoluto. Su amor por nosotros es amor de Madre hacia sus hijos, pero de Madre
soberana, que nos ha de llenar de la máxima confianza y abandono en sus manos.
Es de su Hijo Jesucristo, de quien obtiene toda clase de beneficios para
nosotros, los más pequeños hijos de María y hermanos de Cristo. Su puesto como
Reina y Madre “obtiene de la Trinidad
beatísima, con gran certeza, lo que pide con sus súplicas maternales; lo que
busca, lo encuentra, y no le puede faltar”, dice el Sumo Pontífice Pío IX
en su bula Ineffabilis Deus.
Dada
esta eficaz intercesión de María Santísima, nuestra Reina y Madre, los
católicos vivimos llenos de confianza en esta soberana madre, porque sabemos
que gozamos de la defensa, protección y amparo de toda su autoridad real sobre
el universo; y del amor, solicitud y ternura de su maternidad verdadera sobre
todos y cada uno de nosotros, sus hijos.
La
condición de Reina además es plenamente eficaz gracias a su asunción en cuerpo
y alma a los cielos. Su presencia en estado glorioso nos acompaña siempre a
cada uno de sus hijos, está junto a nosotros diariamente.
“Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros
y ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita.
Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor
materno en las pruebas de la vida. Elevada a la gloria celestial, María se
dedica totalmente a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la
felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee
compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo” (Bto.
Juan Pablo II)