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UN NIÑO NOS HA NACIDO, UN HIJO SE NOS HA DADO


Este Niño, este Hijo no es otro que el hijo de la Virgen María, engendrado por obra y gracia del Espíritu Santo.

Es verdaderamente Dios, porque quien asume la naturaleza humana es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad –Dios Hijo-. Y es verdaderamente hombre, porque de María de Nazaret, su Madre, recibe la naturaleza humana.

Este es el Misterio de la Encarnación: que el Hijo de Dios, que es eterno y por lo tanto existe desde siempre, no tiene principio ni fin, en un momento determinado de la historia humana se hace hombre, esto es criatura humana, sin dejar de ser Dios. Y se hace hombre para redimirnos del pecado y para salvarnos de la muerte eterna. Es por eso que nos referimos a este gran Misterio como la Encarnación Redentora del Hijo de Dios.

Este acontecimiento, el más grande y maravilloso de cuantos puedan suceder, parece imposible para la inteligencia humana. Sin embargo, para Dios Omnipotente nada hay imposible, y por lo tanto teniendo en cuenta la Sabiduría infinita de Dios y su Omnipotencia, podemos creer firmemente en este Misterio.

 Por la fe sabemos y creemos que Jesús, hijo de la Virgen María, es el Hijo de Dios humanado. Lo creemos porque Él así lo ha dicho, confirmando su doctrina y sus enseñanzas con los muchos milagros que realizó, y sobre todo con el mayor de los milagros que es su Resurrección de entre los muertos.

Creer en la Encarnación del Hijo de Dios es un acto de fe meritorio. Así está escrito en las Sagradas Escrituras: “Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás “(Rom 10, 9). Y el Apóstol San Juan afirma taxativamente: “Porque han irrumpido en el mundo muchos falsos profetas. En esto conoceréis que poseen el Espíritu de Dios: si reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen, no son de Dios. Son más bien del anticristo, del cual habéis oído que tiene que venir, y ahora ya está en el mundo” (1 Jn 4, 1-3)

Decimos que hacer actos de fe es meritorio para alcanzar la salvación eterna, sin olvidar que la fe, la esperanza y la caridad han de ir siempre unidas, porque “todo el que ama al que da el ser, debe amar también a quien lo recibe de él. Por tanto si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios y de que cumplimos sus mandamientos” (1Jn 5, 1-2) De esta forma, conviene que tengamos siempre presente que la fe, junto con la esperanza y la caridad, es lo que más agrada a Dios y lo que más valor tiene para nosotros, puesto que nos obtiene la vida eterna. Así dice la Palabra de Dios: “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11, 6)

Pero, es conveniente que recordemos también, que el acto de fe en la Encarnación de Dios no es una creencia irracional. No va contra la luz de la inteligencia humana. Bien es cierto que  supera la inteligencia humana, pero no es una afirmación contraria a ella. Por el contrario, es conforme a la inteligencia, puesto que si Dios es Todopoderoso e infinitamente Sabio ha encontrado la manera de hacerse hombre sin dejar de ser Dios al mismo tiempo. La misma razón humana nos dice coherentemente que si Dios no fuese Todopoderoso, entonces no sería Dios.

Este acto de fe que nosotros realizamos y que tanto agrada a Dios, debe llenarnos de alegría y de esperanza. De alegría, porque Dios se ha hecho hombre “por nosotros y por nuestra salvación”. Y esta es la prueba de que nos ama inmensamente: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16)

Y debe llenarnos de esperanza, porque si Dios está con nosotros y tanto nos ama, ¿qué habremos de temer?

Este Niño nacido en Belén, Hijo Unigénito de Dios, nos acerca a cada uno todo el amor del corazón del Padre. ¡Feliz y Santa Navidad para todos!