La iglesia está llena de jovencitos: seiscientos que han de comulgar.
Se ha preparado un
copón lleno de Hostias que San Juan Bosco consagrará en la Misa que está
próximo a celebrar.
Pero se olvida el
sacristán de llevarlo al altar, y sólo se acuerda después de la consagración.
El olvido no tiene remedio.
Qué desilusión la de
estos centenares de hijitos de Don Bosco, que, en la fiesta de la Natividad de
la Santísima Virgen, iban a recibir la Comunión de manos del amado padre.
Nada saben ellos; se
van llegando al comulgatorio. Nada sabe tampoco Don Bosco. Abre el Sagrario y
no ve en él sino un pequeño copón con
unas cuantas Hostias. Mira bien, pero nada más encuentra. Cae en la cuenta de que
el sacristán se ha distraído.
-Señora, ¿Y dejarás a
tus hijos que se vuelvan en ayunas?
Toma el coponcito y
empieza a dar la Comunión.
Aquellas pocas formas
se van multiplicando.
El sacristán, que
había quedado profundamente apenado por su olvido, contempla atónito el
prodigio.
Terminada la Misa,
muestra a Don Bosco el copón olvidado en la sacristía.
-¿Cómo ha podido dar
la Comunión a tantos centenares con tan pocas Hostias?-pregunta el sacristán-.
Es un milagro, Don Bosco. ¡qué milagro acaba de hacer usted!
-¡Bah! Contestó el
Santo con toda naturalidad-, junto al milagro de la transubstanciación que obra
el sacerdote al consagrar, el de la multiplicación de las Hostias es
insignificante. Pero, además, lo ha obrado María Santísima Auxiliadora.