Los artículos de la Fe son verdades objetivas, son
verdades ciertas y camino seguro de salvación eterna.
No nos acostumbremos a este mundo caótico, donde
cada uno opina absolutamente de todo y en todo, donde más parece que viviéramos
en un gallinero en el que todos cacarean a la vez y cada cual más alto sin
escuchar nada más que su propia voz. No, las verdades de la Fe son Verdad
objetiva, cierta, segura, indiscutible, incuestionable, innegable.
No es opinable u optativo que los tesoros del
infinito amor de Dios están encerrados en el Sacratísimo Corazón de Jesús, ésta
es verdad cierta. Y es indiscutiblemente cierto que fue y que es herido por
nuestros pecados. Y es incuestionable que sin Él no hay santidad ni verdad, que
fuera de Él no hay nada verdadero.
Dios ama profundamente a la humanidad, creada por Él a su imagen y semejanza. Ama con infinita misericordia a la humanidad estropeada, herida, miserable, mezquina, deformada, lesionada, maltratada, lastimada por el pecado.
El amor de Dios se muestra y manifiesta más grande
cuanto mayor es el pecado, porque “Si
amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Y si hacéis bien a los que os
lo hacen a vosotros, ¿qué recompensa tendréis?”. Es precisamente este
pecado de la humanidad caída, el que hace engrandecer –si cabe- el amor
infinito de Dios.
Así como Jesús aprendió a obedecer sufriendo,
podemos decir también que aprendió sufriendo a amar, porque el amor se
manifiesta obedeciendo; la obediencia es un acto de amor. Quien obedece,
renuncia a su voluntad para hacer la voluntad de aquél a quien ama. Obedecer es
la exteriorización de que se ama.
Es ahí donde está la virtud de la Obra Redentora: en
la obediencia de Jesús al Padre. No en la Cruz por sí misma, sino por
obediencia. Igual que la entraña de la condenación es la desobediencia, así la
entraña de la Redención es la obediencia.
Quien está obedeciendo, está amando, porque amar es
darse y quien obedece voluntariamente, entrega lo más grande que tiene: su
propia libertad y albedrío. Pone el legítimo señorío de sí mismo a la
disposición y voluntad del otro, a quien ama.
Miremos ahí el amor de Cristo por la Iglesia, que a
la voz del sacerdote viene de nuevo a nuestros Altares: es el Sacramento del
Amor, es el Sacramento de la Obediencia. Eso hace el Corazón de Jesús: se abaja
y pone a ras de tierra para acercarse al hombre.
Cuanto mayor es el pecado de los hombres, mayor es
la grandeza, magnanimidad, largueza, inefabilidad del amor de Dios. Y negar que
exista el pecado es igual que atentar contra la misericordia de Dios.
Meditemos
esto para imitarlo, no sólo para contemplarlo.